Thursday, September 23, 2010

Pasillos de Casalta

El edificio tenia 20 pisos, y cada piso ocho apartamentos. Eso hace 160 familias en total. De todas ellas, sólo un pequeño porcentaje pagaba condominio. Ciertamente mi papá siempre andaba pendiente para que nosotros fuéramos parte de esa minoría, aunque despotricaba todo el tiempo de que el era un "pendejo" por pagar mientras los otros no lo hacían.
Lo que sucedía de vez en cuando era que el condominio no tenía dinero suficiente para pagar la electricidad del edificio. Así que la luz de los pasillos, el ascensor, y la bomba de agua no funcionaban. Eramos entonces un grupo de familias que podían ser usadas en una película de esas apocalípticas (pensándolo bien, sólo faltaban los zombies). Mi mamá andaba pendiente que todo las diligencias se hicieran antes de las seis de la tarde. Cada quien en la casa tenía una linterna asignada y era recomendable siempre salir en grupos (mi papá tenía la mejor linterna, de las que tenían dos botones: uno de metal y un botoncito rojo que servía para prender la cosa de una). Si se iba a bajar (de ese piso siete donde vivíamos), uno se paraba en la puerta con la linterna a esperar. Se esperaba que alguien conocido estuviése bajando por la escalera y rápidamente se unía uno a la procesión. Al parecer el miedo cuando se comparte, disminuye su efecto.
De verdad que uno bajaba no solamente con el corazón en la boca, sino con todo el sistema circulatorio. Ya salir de noche no era tan seguro, ahora imagínense sin luz. Así que había una especie de camaradería entre aquellos que subían y los que bajaban, algo así como lo que debieron sentir en la edad media los que viajaban en caminos boscosos sin ningún tipo de iluminación. Cuando uno se encontraba a alguien, rápidamente decía "Buenas Noches", no tanto para ser educado sino para forzar a la otra persona a responder y saber si era "conocido". A veces alguien abría una puerta en uno de los pisos y un rayo de luz iluminaba los pasillos, uno medio se alegraba por que también salía una bulla que eliminaba el silencio y la soledad de las escaleras sin luz. Pero la alegría duraba poco. Muchas veces te sorprendían un grupo de muchachos bajando gritando, sólo por molestar y asustar (y los dos objetivos, por lo menos en mi caso, eran alcanzados).
Creo que de esas caminatas por escaleras oscuras me quedo el gusto por las linternas. Si me preguntan cuantas tengo en la casa, no sabría decir el número. Pero cuando lo pienso bien creo que son muy pocas.