El edificio de talleres del liceo albergaba las aulas de Dibujo Técnico, Electricidad y Contabilidad. Todas ellas se encontraban en el segundo piso (con excepción del taller de electricidad de noveno que se encontraba en la planta baja, justo en frente de la cancha de volleyball) . Lo curioso era que nadie sabía (o por lo menos yo no), qué había en el primer piso. Al subir las escaleras, que empezaban justo al lado de la oficina del director, sólo podía verse el descanso que correspondía al primer piso y unas rejas a la derecha que siempre estaban abiertas. Pero no había iluminación ni ventanas en esa parte del edificio, así que lo que las rejas estaba resguardando no era muy obvio.
Si uno se atrevía a explorar, encontraba que esas rejas daban paso a un pasillo largo que terminaba en unas puertas grandes, de madera. Y a mano derecha de esa entrada estaba un pequeño pasillo que bien podía parecer una entrada secreta (por el polvo y por la oscuridad). Ese desvío conducía a un par de pequeñas puertas que siempre estaban cerradas, y que al parecer nunca habían sido abiertas. Frente a esas puertas y estando en octavo grado dí (o me fue dado, nunca lo sabré) lo que yo creo fue mi primer beso.
Es lo que yo creo fue mi primer beso, por que bajo ciertos patrones lo que ocurrió allí no pudiese ser considerado ni siquiera un mal abrazo. Las razones: No se podía ver nada (cosa necesaria cuando no se sabe lo que se está haciendo), era peligroso (a esa edad casi que cualquier contacto con el sexo opuesto lo era), y además no tenía tiempo (fue durante el segundo recreo de diez minutos).
De todas formas para efectos de mis memorias siempre he considerado esa mi entrada al mundo de las expresiones afectivas con gente que no es familia de uno (osea lo de las primas no vale). Y siempre el momento lo he utilizado para recordarme que no en todas las ocasiones las primeras impresiones son importantes.
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