La Biblia (o la palabra de Dios, como dice mi papá) estaba a la izquierda de la puerta. Encima del ceibó, sobre una carpetica tejida blanca. Abierta en un versículo que nadie sabia quien lo escogió y que al parecer tampoco nadie acostumbraba a leer. La función de este libro, sagrado para muchos, era de repotenciar nuestra fé antes de salir de la casa. Mi papá nos enseño a tocarla y después persignarnos antes de salir (al parecer los poderes celestiales de dicho material impreso se transmite por medio del tacto). Y así estábamos protegidos del "maligno" (que yo me lo imaginaba con cara de malandro y pistola). Ese compendio de historias también servía para localizar las llaves. Por que siempre que se preguntaba: Donde están las llaves? Alguien respondía: búsquelas por la Biblia.
Entre las muchas Biblias en la casa (porque había bastantes, sin incluir los catequismos y todos esos libros de primera comunión), había una especial. Fue un regalo de bodas a mis papás (si, había gente antes que las regalaba en las bodas). Era inmensa. De bordes dorados, de papel tipo enciclopedia, y figuras a todo color. Era impresionantemente grande y pesada. Se sacaba de su caja sólo en ocasiones especiales (semana santa), y después se guardaba con toda la parafernalia. A mi me encantaba ver las figuras (algunas de ella medio tenebrosas).
Entre los muchos proyectos que tengo, quiero leer la Biblia de Pe a Pa. He leído bastante de ella (doce años con Jesuitas no pasan en vano). Pero últimamente sólo uso lo que sé para sembrar dudas en los incautos que tocan a mi puerta para tratar de venderme lo del paraiso. De repente si la leo toda termino yo vendiéndole el paraiso a otros (o me vuelvo loco como decía mi tía Isabel).
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