Como todos los sábados mi mamá se paró temprano y fue al mercado. Ya yo no iba con ella, por que ella había decidido ir al mercado los martes también. Así que como no tenía que traer todo el fin de semana, ya no necesitaba ayuda. Ella regresó alredor de las nueve de la mañana y se puso, como siempre, a cocinar y a cantar las canciones viejas de Radio Tiempo.
Ese día en la casa estaba tambíen una tía que estudiaba medicina, mi papá y mi hermana. Todos estaban en los cuartos y yo en la sala terminaba un reporte del laboratorio de física de cuarto año (el que daba el loco de Perth, si es que se escribe así su apellido).
Cerca de las doce del día ya estaba la comida lista y mi mamá salió de la cocina y en frente de la mesa me dijo que no se sentía bien. Yo me paré y traté de agarrarla. Ella alcanzó a decir algo acerca de un dolor y se buscó con su mano derecha detrás de la nuca. Pude sostenerla en el aire, antes de que cayera.
Se formo el alboroto y yo busqué a los Vallejos (vecinos de al lado), por que eran los que tenían carro. Y a Paiva (mi mejor amigo de la infancia), por que era el único que podía cargarla siete pisos por la escalera.
Como no cabíamos en el carro. Paiva y yo nos fuimos a pie. Primero al Periférico de Catia, donde no estaba. Y después al Perez Carreño, donde ya la habían declarado muerta hacía un rato.
La señora Imelda se murió un sábado nueve de marzo, cerca de las doce del día, hace veinte años. Ese día, además del almuerzo hecho, nos dejo a mi hermana, a mi papá, y a mí con el descomunal lío de bandearnos sin ella. Cosa que todavía estamos aprendiendo.
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