Era la ceremonia de la luz. O una de esas ceremonias simbólicas que se realizaban en las convivencias. Después que todo el mundo había aceptado (voluntariamente o no) la luz, se abrió un espacio donde cualquiera podía compartir problemas personales u otra vivencia que considerara importante. Hubo un silencio total. Las velas que cada quien tenía en sus manos y la fogata en la chimenea eran las únicas luces. El salón era bastante amplio y estábamos sentados formando un gran círculo. Uno de los seminaristas empezó a hablar con un tono solemne, y empezó a comentar acerca de su vida y como el Señor había obrado en él. Todos nos mirábamos a las caras, pero nadie se atrevía a hacer un gesto o ni siquiera sonreír. Al parecer, de verdad había algo divino en el salón. El seminarista terminó. Era agradable sentir el calor del fuego y escuchar los chispoteos de las ramas quemándose. Por fin uno de nosotros empezó a hablar.
-"De verdad, hay algo que tengo que decir. A mi no me gusta que me digan Toripollo..."
Todos quedamos a la expectativa, nunca pensamos que lo del sobrenombre fuera tan importante. Mucho menos como para ser traído precisamente en ese momento. Entonces una de las pocas mujeres (demostrando otra vez la valentía del sexo femenino), grito:
-"Toripollo! Toripollo! Toripollo!"
Y el pobre Toripollo hasta el día de hoy, no ha podido escapar de su sobrenombre.
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