Wednesday, February 17, 2010

Ponga lo que usted quiera

Nunca tuve problemas de disciplina en mis doce años en el Jesús Obrero, pero en una ocasión me llamaron al representante. Que como ocurre en casi todas las familias, era mi mamá. El asunto tenía que ver con un profesor que no le gustó que yo, estando en noveno año, pusiera en evidencia que el pedagogo no tenía claro como usar gráficas. Este profesor se aprovechó de un cruce de palabras que tuve con un seminarista para llamar a mi señora madre a la seccional. El intercambio verbal con el discípulo de Loyola me lo permití basicamente porque eso nos enseñaban: que todos eramos iguales, inclusive a la hora de reclamar.

Era el viernes antes de la Semana Santa y con todo el dolor de mi alma (tenía una invitación de un tío para Margarita), al llegar a Casalta le conté lo sucedido a la Señora Imelda. Ella me dijo que me fuera tranquilo. El lunes siguiente de Domingo de resurección ella fue y habló con el seminarista. No vale la pena entrar en detalles en esa discusión, pero en honor a la verdad en todo el lío el único que uso grocerias fue ese señor. Ese día el profesor de las gráficas no apareció por ningún lado, así que mi mamá se fue. Más tarde, al enterarse que no pudo hablar con ella, el tipo exigió que tenía que verla el día siguiente.

Mi mamá llena de paciencia (uno de sus atributos) volvió a ir al colegio. En la seccional escuchó atentamente lo que dijo el profesor. Como respuesta ella simplemente dijo que en nueve años solamente había escuchado comentarios positivos acerca de mi y que no creía que súbitamente yo hubiése cambiado.
Y acá fue cuando la cosa se puso épica.

El profesor dijo:
-Lo siento señora pero va a tener que firmar el libro de vida.

Mi mamá calmada respondió:
- Lo siento pero yo no creo que eso sea necesario, así que no voy a firmar nada.

El profesor añadió:
- Bueno si usted va a asumir una actitud rebelde como la de su hijo tendré que dejar sentado por escrito en el libro que usted no quizo firmar.

Entonces mi mamá en un tono lapidario finalizó:
- Ponga lo que usted quiera. Y si eso es todo, que tenga un buen día.

Ella se paró, se volteó y salió de la oficina. Yo la seguí corriendo, con un cocktail de emociones -júbilo, susto, alegría y orgullo-. La acompañé hasta la salida del liceo, no nos dijimos nada. Le pedí la bendición y me regresé sonriendo, pensando que cuando fuera grande y tuviera hijos quería ser como ella.

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